EL SUEÑO DE LOS MUERTOS
Escena inspirada del libro: "El sueño de los muertos" de Virginia Pérez.
El Lugar, Octavo día antes de Letsa. Continuación de lo siguiente: La mujer de gris estudió a Dila con detenimiento. La joven se encogió pese a ser más alta que la Señora, algo que nadie habría dicho cuando la encontró, en una Fiesta de la Renovación, hacía ya diez años. La encontró a ella y también a su Mellizo. Dila era poderosa. O tal vez lo era él. En realidad, si su Mellizo era poderoso, era Dila quien tenía ese poder. El shalhed era una parte indivisible de la shalhia. El poder era de Dila, igual que era de su propiedad el hombre que se lo ofrecía. -Has castigado a tu Mellizo -dijo la Señora. No era una pregunta. -Él mismo se ha castigado, Señora -respondió Dila en voz baja-. Ha pensado en su nombre.
El Sueño de los Muertos
La Señora asintió, pensativa. Era un extraño caso, muy peculiar. Quizás Dila no era una buena shalhia. Quizás su shalhed era defectuoso. No era normal que después de tanto tiempo recordara su nombre.
Dila tuvo miedo, el silencio de la Señora no era una buena cosa. Intentó mantener su rostro inexpresivo, pero el miedo y la incertidumbre no ayudaban a conseguirlo. De pronto, la Señora la abofeteo con tal fuerza que Dila cayó al suelo.
— Castígalo Dila— susurró la Señora. —Castígalo hasta que olvide su nombre y los recuerdos que pueda tener. Castígalo hasta que entienda que solo es un shalhed, que es tu Mellizo y tú eres su Melliza—
—Si Señora— respondió Dila. El miedo, el asombro por el golpe recibido y el dolor de la mejilla le impedían razonar.
—Ahora retírate— agregó la Señora. — Este es un asunto que debes resolver cuanto antes. Castígalo por su propio bien, no es bueno para él ni para nadie que crea ser algo que ya no es. Dila asintió y salió de la estancia. Mientras recorría los pasillos en busca de su Mellizo, el dolor de la mejilla remitía hasta convertirse en pequeñas punzadas. Y entre más disminuía el dolor, más aumentaba la rabia y el desconcierto de no saber qué es lo que iba mal con su shalhed.
Abrió la puerta y lo encontró sentado en el suelo, mirando por la ventana. Dila se concentró, debía castigarlo por el bien de él. Su Mellizo debía aprender la lección.
— Quítate el sha’al— ordeno Dila Y Kal obedeció, una y otra vez, el dolor insoportable y el deseo de que todo parara. Y Dila continuaba repitiendo la orden, los gritos de su shalhed resonando en la habitación, convenciéndose a sí misma de que todo este adoctrinamiento daría resultado.
Kal agonizaba de dolor, la muñeca en carne viva, resistiéndose al adoctrinamiento de Dila, susurrando su nombre como si de un conjuro se tratase, como si ello pudiera detenerla.
Dila se arrodilló junto a él y le susurró. —Tú no eres Kal, ese nombre no existe. Tú solo eres shalhed. Mío— Y besó sus labios. Para Kal fue una brisa de viento entre todo ese dolor.
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Este relato ha sido escrito por Loba Roja
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