La llamada de la selva de Jack London
Continuación de los dos primeros párrafos del Capítulo 5:
A los treinta días de haber salido de Dawson, el correo de Salt Water, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay. Estaban en un estado lamentable: agotados y exhaustos. El peso de Buck se había reducido de sesenta y cinco a cincuenta kilos. El resto de los perros, aun pesando menos, habían perdido relativamente más peso que él. Pike, el tramposo, que se había pasado la vida fingiendo y que tantas veces había logrado hacer creer que tenía una pata herida, cojeaba ahora de verdad. Sol-leks andaba paticojo y Dub tenía una paletilla dislocada.
A todos les dolían terriblemente las plantas de los pies. No podían saltar. Dejaban caer pesadamente las patas en la tierra trasmitiendo la vibración a su cuerpo, con lo que duplicaban la fatiga de la jornada. No les pasaba nada, excepto que estaban muertos de cansancio. No se trataba del agotamiento que sigue a un determinado y excesivo esfuerzo del que cabe recuperarse en cuestión de horas, sino de la lenta y prolongada extenuación provocada por meses de esfuerzo sostenido. Ya no tenían capacidad de recuperación ni reserva de energías a la que recurrir. Habían utilizado todo lo que tenían. Cada músculo, cada fibra, cada célula, participaba de la extenuación, de la mortal fatiga. Y había motivo. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil quinientos kilómetros, los últimos tres mil con sólo cinco días de descanso. Cuando llegaron a Skaguay estaban en las últimas. Apenas podían mantener tensas las riendas y, en cuesta abajo, les era difícil mantenerse fuera del alcance del trineo.
La LLamada de la Selva, Jack London
El arduo trabajo del tiro y de la pista
Aromas de Libertad
En cuanto se vieron libres de las correas, se arrastraron como pudieron hasta el sitio que les pareció más acogedor, en aquel granero donde los confinaron y se dejaron caer, agobiados y resollando de agotamiento. Tenían hambre, muchísima hambre y sobre todo sed, pero carecían de fuerza para buscar un poco de agua siquiera. Los hombres tampoco se encontraban en mejores condiciones. Serían capaces en esos momentos, de vender su alma al diablo, a cambio de una buena comida, un baño caliente con sales perfumadas y una cama cómoda y mullida, donde reposar su casi exánime osamenta. Pero los perros eran su única fortuna, por lo que les acercaron un gran cuenco rebosante de agua y repartieron raciones de pescado para cada uno, antes de satisfacer sus propias necesidades.
Buck bebió primero, se lo merecía; su trabajo como perro guía y líder del grupo había sido excepcional y más de una vez cargó con el peso de uno de sus compañeros, cuando lo vio a punto de desfallecer. Sin bajar la guardia y manteniendo siempre la disciplina y el orden, apoyó discretamente a los más débiles. Sabía que si uno caía, el resto también lo haría y ese era un lujo que no podían permitirse. Ni siquiera el temor al garrote hubiese logrado que se levantaran, porque su cuerpo no habría respondido. Una vez satisfechos el hambre y la sed, le tocó el turno al descanso. Derrengados, se durmieron profundamente, tanto que ni siquiera soñaron.
Tres días después, se encontraban más repuestos, aunque las huellas del viaje se reflejaban aun en sus cuerpos: podían contárselas las costillas una por una sin mucho esfuerzo. Buck se animó a dar una vuelta por el lugar, sin perder de vista a sus compañeros que reposaban. Su olfato le habló de los cientos, miles de perros, que como ellos, habían estado en ese sitio, intentando recuperar fuerzas para seguir corriendo por las pistas o dejando allí su último aliento. Este pensamiento le hizo rebelarse contra su destino. Recordó su vida en casa del juez Miller, cuatro años de placidez y felicidad, sin sobresaltos, golpes ni correas; rememoró la noche en que su vida cambió para siempre al ser secuestrado, y su primera experiencia con el garrote, en manos de un hombre de jersey rojo, que luego de domeñarlo a porrazos, lo vendió como perro de tiro, y evocó finalmente, los miles de kilómetros que llevaba recorridos desde entonces, buscando darle un sentido a su vida y luchando cada día por sobrevivir.
Las paredes del almacén eran sólidas, pero en un rincón encontró que algún otro visitante había comenzado a cavar un hoyo. Se acercó con aprensión, no fuera a ser una trampa. Introdujo el hocico y sintió el gélido aire del exterior y sin darse cuenta casi, siguió con la tarea que alguien había comenzado imaginando una utópica libertad. Mientras cavaba, sintió por primera vez el impulso irresistible de escapar, de huir de esa vida miserable de fatigas, dolor y pescado seco. Los demás dormían, así que intentó hacer el trabajo discreta y silenciosamente. No podía arriesgarse a que lo siguieran. Debía hacer esto solo. Los demás serían un estorbo y una responsabilidad, con la que no pensaba cargar.
Cuando por fin en medio de la noche, pudo pasar las patas delanteras y con mucho esfuerzo salir al exterior, el frío nocturno lo hizo tiritar. El miedo a lo desconocido y el hábito, lo frenaron por un momento. Miró por el hueco a sus compañeros dormidos y pensó en volver a la calidez de los jergones de heno que cada cual se las ingenió para hacer, con el fin de descansar en un lugar tibio. Calibró sus posibilidades y llegó a la conclusión de que era ahora o nunca. Jamás volvería a presentársele otra oportunidad así y sabía que se arrepentiría el resto de su vida, si no escapaba ahora. Su futuro con los hombres era más de lo mismo; en libertad, era incierto, pero no podía ser peor que esto y al menos sería él quien forjara su destino. La suerte está echada, se dijo y dándose la vuelta, se agazapó y caminó contra la pared del granero, para que no lo descubrieran.
Fue pasando de casa en casa, de local en local, siempre alerta y sigiloso. Los hombres dormían agotados por las duras jornadas de trabajo o por las borracheras una vez cobradas sus pagas. Oliendo el viento para prevenir peligros, siguió sin prisa pero sin pausa, avanzando a través del amodorrado pueblo. Se llevó un susto mayúsculo, cuando al pasar por un portal, que resultó ser el de una taberna, salió precipitadamente de él un hombre muy alto y corpulento. Se paró en la puerta y con los brazos en jarra inspiró varias veces y oteó en derredor. Buck se aplastó contra la pared, intentando no respirar siquiera, para que su helado aliento no lo pusiera en evidencia. El hombretón dio entonces un par de pasos tambaleantes, bajó los escalones con la habilidad que da la costumbre de embeodarse a menudo y se metió entre dos árboles, obviamente apurado por satisfacer ciertas necesidades biológicas.
Buck aprovechó esta circunstancia y apuró el paso sin dejar de estar alerta en todo momento. Si lo cogían escapando, era perro muerto y su fin no sería nada agradable, pues con seguridad lo molerían a palos delante del resto de animales, para que sirviera de escarmiento. De pronto al levantar la cabeza, vio a su derecha una calleja que terminaba en un bosquecillo. No se veía un alma y se encaminó hacia allí. Tenía el cuerpo adolorido por la tensión, pero en cuanto cruzó el pequeño monte, vislumbró al fin la enorme inmensidad blanca de la libertad. A su izquierda estaban las pistas; instintivamente sabía que debía evitarlas a toda costa por el resto de su vida, si no quería retornar al infierno del cual estaba escabulléndose. En el instante en el que comenzó a correr, cayeron los primeros copos de una intensa nevada, que Buck confiaba borraría sus huellas y haría imposible su búsqueda.
Volaba por la tierra endurecida, sin ver más que la cortina blanca que caía sin tregua, dejándose llevar únicamente por su intuición y sus ansias de ser libre. Acostumbrado a correr durante largos tramos, no dejó de hacerlo, hasta que; se vio rodeado de altos arboles que amortiguaban la nevada. Percibió entonces un olor muy particular, entre familiar y extraño, que lo atraía y lo repelía a la vez. La curiosidad pudo más que el recelo y siguió el rastro del peculiar aroma hasta una caverna. Allí encontró a una loba, que gemía de dolor. La hembra en cuanto lo vio, le gruñó amenazadoramente, pero Buck la ignoró y se acercó con cautela hasta ella. De entre las almohadillas de la pata delantera derecha, sobresalía un alambre que se le había clavado profundamente entre los huesos. La loba se lamía incesantemente, pero le era imposible arrancársela, pues la inflamación de la zona le impedía doblar la articulación.
El enorme perro le imponía respeto y el dolor era tan lacerante, que la loba cedió, dejó de protestar y le permitió acercarse. Buck en cuanto examinó la herida, supo lo que debí hacer. Primero rozó su hocico contra el suyo, para que ésta se percatara de que su intención no era hacerle daño. Sabía que la extracción del filamento sería muy dolorosa, por lo que estuvo largo rato lamiéndole él también la pata, hasta que notó que el animal se relajaba. En cuanto ella cerró los ojos, rendida por la aflicción, cogió firmemente con sus dientes el extremo del alambre y tiró de él con todas sus fuerzas. La loba aulló de dolor y se puso en guardia otra vez, gruñéndole enfurecida. Buck retrocedió y vio con satisfacción que del agujero manaba sangre, pero ella estaba en pie sin darse cuenta de ello. Mirándola a los ojos, le ladró con autoridad para que se tranquilizara y recién entonces la loba fue consciente de que estaba apoyada en sus cuatro patas. En ese instante entendió lo que había pasado y se dejó caer, entre agradecida y adolorida.
En la cueva había un pequeño arroyuelo, con una deliciosa agua que se conservaba líquida a pesar de las bajas temperaturas. El problema fue encontrar sustento para ambos. El perro estaba acostumbrado a que le dieran su ración de comida y no tenía idea de cómo cazar. Pero ante la necesidad de alimentarse, salió a buscar el modo de hacerse con alguna presa. La suerte estuvo de su lado, pues un enorme alce, estaba caído a pocos metros de la entrada de la guarida. Era un ejemplar muy viejo, al que le había llegado su hora. Sin saber exactamente como acabar con él, Buck lo cogió de una pata trasera, pero desistió al recibir una débil coz con la otra. Intentó morderle las ancas, pero el cuero era muy duro y no pudo hincar sus dientes en él. Gimió de impotencia y su lamento fue oído por su nueva amiga, que se asomó trabajosamente a la entrada. Al ver al animal caído, la loba se acercó sin dudarlo y con un mordisco certero, le cercenó la yugular. En pocos minutos el anciano cesó todo movimiento y el enorme cuerpo pudo ser arrastrado hasta el interior de la caverna. Buck cuidó lo mejor que supo de su amiga durante días, hasta que la inflamación cedió completamente y la loba pudo apoyarse sin casi sentir dolor. El frío ayudaba a que la herida no se infectase y la cicatrización fue bastante rápida. Las provisiones estaban aseguradas y el sitio era cómodo y agradable. Ambos animales dormían juntos, para darse calor mutuamente y se generó entre ellos una relación muy estrecha basada en la confianza y la necesidad. Él comenzó a llamarla Shep, en honor a su propia madre. Cuando al fin salieron al exterior, una vez que la loba recuperó completamente sus fuerzas, Buck fue consciente de que el descanso y la buena comida, había hecho maravillas también en su propio cuerpo. Sintió recuperados su peso normal, su agilidad y ya no tenía dolores en la musculatura, ni en las patas.
Cuando vio a Shep correr al sol, apreció el bellísimo y tupido pelaje de color gris que se le oscurecía paulatinamente desde los flancos, hasta llegar a ser negro retinto en el lomo. Sus ojos eran azules, de una profundidad inquietante. Saltaba entre los arbustos con resolución y seguridad y animaba a Buck a seguirla. Retozaron como cachorros durante un largo rato, escondiéndose uno del otro, esquivándose entre galope y galope y jugando a pillarse entre ellos. Shep era esbelta y delicada, con una agilidad que asombraba al enorme perrazo, que se sentía torpe a su lado. Exhaustos de jugar, se echaron sobre la verde hierba y dormitaron felices. Llegada la hora de volver, Buck siguió a Shep pero se paró ante la entrada de su guarida. No estaba seguro si ella, ahora que volvía a ser dueña de sus fuerzas, le permitiría quedarse. Bajó las orejas y agachó la cabeza, sin dejar de mirar a la loba que entró resueltamente en la caverna.
Ésta, al comprobar que él no la seguía, salió a su encuentro y al verlo en posición tan sumisa, no logró contener la risa, parecía un corderito mojado en medio de una tormenta. Buck abrumado, se dio la vuelta dispuesto a marcharse: no iba a permitir que nadie se burlase de él. Shep, advirtió su turbación y sin dejar de sonreír, en tres rápidos saltos se paró frente al angustiado animal y le rozó el hocico cariñosamente. Luego lo invitó a seguirla a la cueva. Buck se irguió y fue en pos de la que ahora sí, sabía su compañera. Tenía por delante un largo aprendizaje, pero era consecuente con su decisión de ser libre del yugo de los hombres y ya no estaba solo. Shep le enseñaría todo lo que debía saber para sobrevivir y él sería un alumno aplicado y la protegería aun a riesgo de su propia vida, si era necesario. Ya tenía un objetivo, una meta y a alguien con quien compartirlo, el resto, sería puramente anecdótico.
Sandra Monteverde Ghuisolfi
Si quieres leer más sobre está obra:
La LLamada de la Selva, Jack London
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