sábado, 23 de noviembre de 2013

CONCURSO ANIMALES: DEMASIADO CIERTO PARA SER MENTIRA

AUTOR: ROSARIO


 
DEMASIADO CIERTO PARA SER MENTIRA

Simón, un pequeño cachorrito de chihuahua de tres meses de edad había nacido en una jaula limpia y amplia de una asociación sevillana al sur de Andalucía una calurosa noche de primavera. Como en un patio de vecinos de celdas de metal, los demás ejemplares de diversas razas fueron testigos mudos, temerosos y expectantes del alumbramiento.
Su madre, Luna, una bella chihuahua famosa y envidiada por todas las demás hembras de la vecindad, había sufrido mucho en el parto. Aquella noche nacieron dos cachorros pero solo uno consiguió salir adelante. Ansiando por respirar vida como si la tomara toda de un sorbo, llegó al mundo el pequeño Simón.
Con los meses, el pequeño cachorro, se había convertido en un perrito alocado y juguetón de piel fina como el satén.
El color de su pelaje era castaño. Tres calcetines blancos en sus patitas y una estrella alargada en su pecho lo hacían especial. Sus pequeñas orejas puntiagudas como cuernos de caracol le daban un aspecto simpático y vivaracho.
Su juego preferido consistía en tumbarse panza arriba y dejar que el sol recalentara su regordeta y redonda barriguita. A Simón, le encantaba el sol y se ponía muy furioso cuando las nubes lo cubrían.
-¡¿Por qué?! -gritaba ofuscado.
-Debes tener paciencia, hijo. Aunque no lo veas, el sol sigue estando ahí. -Le decía su madre lamiéndole la cabecita con ternura.
A Simón también le gustaba correr por el patio y juguetear con las finas bridas de hierbas que asomaban entre el vallado de metal y el suelo. Mordisqueaba gustoso la hierba y saboreaba el frescor en su paladar.
Cuando el pequeño despertaba cada mañana, sabía que en cuanto el sol se colara por su caseta y le abrieran la verja de su jaula, podría salir a corretear y tumbarse panza arriba. Siempre admiraba los verdes prados que se podían vislumbrar desde la valla en la que le encantaba restregar su lomo.
Una vez todo el vecindario salía al patio aprovechando su libertad, se desparramaban en todas direcciones. Los más viejos, elegían un sitio tranquilo donde tumbarse a recalentar sus desgastados huesos sin que nadie les molestase, o a pasear pegados a la pared; pero ya apenas paseaban, se limitaban a deambular de un lado a otro con la cabeza baja y la mirada perdida entre sus patas delanteras con marcada satisfacción.
Toda la manada se dirigía insensiblemente hacía el mismo lado, como una coreografía ensayada.
A Simón, le encantaba juguetear con su madre. Arrancaba la hierba de la orilla de la alambrada echándola hacia arriba y golpeando el suelo con sus delgadas patitas. Luna, ladraba jugueteando con su hijo, feliz y agradecida a la vida por aquel regalo que le había llenado de nuevo el alma de esperanza.
Luna, había sido robada de la puerta de la casa de sus dueños. Fue pura diversión y nunca la devolvieron a su lugar. Pasó de mano en mano. Se negó a ser feliz con otros dueños. Ella quería a los suyos, y finalmente fue abandonada en la puerta de la perrera.
Uno de los cachorros más pequeños, un mestizo negro y de cabeza voluminosa, con el tupé erizado entre ambas orejas y con la cola inclinada hacia un lado seguía con la mirada entontecida las carreras de sus camaradas, como si tratara de explicarse a qué conducían aquellos alardes de resistencia.
Otros cachorritos parecían espantados. Algunos, sordos al llamamiento de sus madres, corrían en dirección opuesta a ellas, ladrando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones.
El grupo más alegre era el de las hembras de dos a tres años, éstas se paseaban todas juntas como señoritas, y se mantenían apartadas de las demás. Se agrupaban apoyando sus cabezas en el cuello de las otras, ladrando y saltando. De pronto, empezaban a dar brincos con la cola levantada y rompían a correr unas en torno a las otras. La más hermosa y la más traviesa del grupo era una Yorkshire cruzada, color ceniza con el pelo largo. Todas las demás imitaban sus juegos y la seguían a todas partes. Era la que daba el tono a la reunión.
Después de juguetear durante horas con su madre, Simón se tumbaba junto a ella, panza arriba.
-¡Cuéntamelo otra vez mami, cuéntamelo! -pedía con entusiasmo.
-Pues una vez, yo vivía con personas que me querían muuucho, en una casa grande…
-¿Qué es una casa grande, mami? ¿Qué es? ¿Qué es?
-Es un lugar calentito y acogedor donde solo vivíamos mis dueños y yo.
-¿Y que son uno dueños, mami? ¿Qué es? ¿Qué es?
-Unos dueños, son las personas que cuidan de ti y te quieren y te dan de comer.
-¿Cómo aquí? ¿Susi, Lupe, Juan y Samuel?
-Sí, cariño, ellos son nuestros dueños ahora.
-¿Ellos nos quieren, mami?
-Claro que nos quieren.
Simón se siente satisfecho con la explicación de su madre y refriega gustoso su lomo contra el suelo.
-Entonces, había veces que yo me enroscaba en el sofá -continuó Luna- y Ross, mi dueña, me abraza y me acariciaba como solo en el mundo ella sabía hacerlo.
-¿Y Qué es un sofá, mami? ¿Qué es? ¿Qué es?
-Es un lugar blandito, calentito y esponjoso donde los humanos se pasan gran parte del día y a veces lo comparten con nosotros.
-¡Eso que te cuenta tu madre es mentira, hijo! -se quejó Rony-. No te creas una sola palabra.
Rony, era un viejo Schnauzer que escuchaba la historia tumbado a al lado de la pareja.
-¿Ves esto? -prosiguió molesto levantando la cabeza y dejándose ver el cuello-. Es la marca de la cadena. Yo nunca conocí un sofá de esos de los que dice tu madre. Siempre estaba amarrado a un árbol con una enorme cadena que me hacía mucho daño, y solo cuando se acordaban me daban de comer.
Simón, con sus redondos y huevones ojos abiertos como dos bolas de pienso en un plato vacío, miró a su madre asustado.
-¿Y ves esta otra marca? -dijo estirando la pata y mostrando un enorme círculo sin pelos-. Me atropelló un coche mientras deambulaba por la carretera donde mis dueños me dejaron en el arcén.
-¡Vamos, Rony, deja a mi cría en paz! -replicó Luna- ¡Aquí el único que miente eres tú!
Rony, se levantó con dificultad, apoyando con gesto de dolor sus cuatro viejas patas en el suelo.
-¡Créeme chico, los únicos dueños que te querrán están aquí! -dijo, alejándose del lugar.
Por la mañana el sol se había elevado por encima de los árboles, y bañaba con sus brillantes rayos la pradera y el río que se podía ver a través de la alambrada. El rocío iba desapareciendo poco a poco; ya sólo se veían algunas notas esparcidas aquí y allá. Los vapores de la mañana se desvanecían y únicamente se levantaba algún que otro jirón de niebla tenue en las orillas del río. La calma reinaba en el espacio. Más allá de la margen opuesta se divisaba un campo de trigo, verde y todavía fresco.
Las emanaciones de las flores y de la jugosa hierba embalsamaban la atmósfera. A lo lejos se oía cantar al cuco, y Simón, tendido de espaldas bajo el sol, contó las mirlas negras como el azabache que revoloteaban por los aires por encima del patio. Una liebre, sorprendida por el animal al otro lado de la valla, huyó a todo escape, se agazapó luego detrás de una mata y enderezó las orejas. Ligeras nubecillas se agrupaban como nevados copos delante del sol, y Simón torció el gesto.
-¿Qué ocurre pequeño? -preguntó su madre preocupada.
-Ya están esas nubes cubriendo sol.
-No pasa nada por eso, cariño.
-Sí pasa -contestó ofuscado-. El sol desaparece, y eso no me gusta.
-El sol nunca desaparece, mi pequeña cría. El sol siempre estará ahí aunque no puedas verlo. -Le explicó a la vez que arrimaba su hocico a la pequeña oreja de su hijo y olisqueaba.
Simón, siguió mirando al cielo.
Pasaron unos días, y una mañana en la que el cachorrito había inventado un juego nuevo para él, que consistía en saltar y correr con la cola levantada en forma de penacho alrededor de una diminuta piedra, ya hacía su vigesimosexta vuelta cuando observó que a lo lejos se acercaban tres bultos.
Simón miró a las tres personas, el más alto era Juan, uno de sus dueños. Corrió a saludarlo con alegría y luego reparó en los dos rostros nuevos para él con esa mirada vivaz que le caracterizaba. Uno de ellos era un niño, debía tener unos diez años. Quedó paralizado por el júbilo del animal. El chico lo miraba boquiabierto con sus grandes ojos azules. Tenía una cara graciosa y llena de pequeñas pecas. El cachorro que le encantaba curiosear se acercó, olisqueó sus pies y quiso saborear aquellos cordones color hierba cuando Juan se quitó la gorra y con ella sacudió el hocico de Simón. El niño empezó a reír, su padre también y el cachorro dio un salto simpático hacia atrás.
Simón y su madre fueron adoptados por aquella cariñosa familia. El pequeño cachorro se negó a abandonar a su madre, corrió a su alrededor sin parar, utilizando aquel nuevo juego para llamar la atención del niño y su padre. Y todos se dieron cuenta de la intención del animal.
Salían a pasear por el campo cada mañana y jugaban. Cuando llegaban a lo alto de la colina, el niño, quitaba las correas de sus cuellos para dejarlos correr. Él corría a su lado, y juntos pasaban largas horas hasta quedar extenuados por el cansancio y el calor. Simón, aprendió a responder a la llamada que el niño le hacía desde lejos corriendo en su busca. El chico juntaba ambas manos y soplaba por un extremo, emitía un ruidillo y en cuanto el animal se aproximaba éste le premiaba con una golosina.
El prado estaba cubierto de rocío y de niebla que se elevaba con lentitud a medida que el sol brillaba con una mayor intensidad, se dirigió hacia el río mordisqueando la hierba y meneando la cola.
-¡Mira cuánta agua, mamá! -gritó el pequeño.
-Se llama río, cariño.
Desde allí, se podían ver las rejas del lugar donde habían dejado tantos recuerdos. Estaban justo al otro lado.
Fue hacia el sitio en que la margen del río tenía menor pendiente, sumergió sus patitas en el agua y empezó a beber con avidez. A medida que su cuerpo se hinchaba, experimentaba un dulce bienestar y agitaba con más satisfacción la delgada cola. Cuando hubo acabado, levantó uno después de otro, las cuatro patas metidas en el agua; sacudió la cabeza para apartar las gotitas de agua de sus bigotes, y se alejó para tumbarse bajo el sol tranquilamente.
Luna, se tumbó a su lado.
Simón, giró sobre su cuerpo y miró la alambrada.
-¿Aquel perro es Rony, mamá?
-Sí, cariño. Es Rony.
-Nos está mirando. ¿No saldrá nunca de allí?
-¿Recuerdas la niebla de esta mañana, pequeño mío?
-Sí, era muy fea. Me gusta más este sol. -Simón, restriega su espalda contra la hierba.
-¿Viste como las nubes fueron desapareciendo?
El cachorro asintió con sus redondos ojos cerrados.
-Hay que tener paciencia y saber esperar, pequeño Simón. El sol sieeeempre está ahí, detrás de las nubes, de las tormentas y de los rayos, simplemente hay que tener esperanzas. Siempre mirabas este río desde la otra orilla. Hay que saber mirar más lejos.
-Entonces… ¿esas historias que contaba el viejo Rony no ocurrirán jamás?
-Demasiado… demasiado… cierto para ser mentira, pequeño Simón.

Relato concursante por la Asociación LASA (La Sonrisa Animal)


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