AUTOR: LEÓN
En
el cuarto de Papá, Carlos, Mi amor y Mamá, Amalia, Mi vida, se encendió la luz.
Seguí
fingiendo dormir sobre mi tapete calientito al lado de la cama de Enrique y
esperé que Mamá, Amalia, Mi vida viniera a despertarlo, apurándolo para ir al
colegio.
Cuando
Enrique entró al baño fui a saludar a Mi Amor y a Mi Vida. Ellos como todas las
mañanas me acariciaron la cabeza y yo agradecido los seguí.
Poco
más tarde, Amalia llamó a Mi Amor para que desayunara.
Él
no llevaba saco, ni corbata.
Será
que ya es día de ir a la finca, me pregunté, y muy contento lo acompañé al
comedor y esperé que desayunara,… al baño donde se lavó la boca,… lo seguí a la
cocina a despedirse de Mamá y después al garaje.
Abrió
la puerta hacia la calle, subió a la camioneta y la encendió.
No
me abrió la puerta de atrás para que yo me subiera.
Me
acerqué a su ventanilla para que recordara abrirme, y él sin mirarme arrancó.
Lo
seguí al andén esperando que allí recordara que iríamos juntos a la finca como
todos los sábados. No me miró. Tomó el control, cerró la puerta del garaje y
arrancó.
Le
llamé fuerte y corrí tras la camioneta hasta la esquina, seguro de que allí
terminaría la broma y me abriría la portezuela, para que subiera al carro.
Pero
no, frenó un poco por precaución de no ir a chocar con otro carro y luego, al
tomar la avenida, aceleró.
Le
grité lo más fuerte que pude y emprendí carrera tras la camioneta, seguro de
que pronto lo alcanzaría. Sabía que si miraba por el retrovisor, al no verme
sentado atrás, recordaría que me había dejado.
Seguí
corriendo a toda velocidad sin desprender mi vista de la camioneta. Esquivé a otros carros que pasaban junto a mí. Los
buses, los taxis, las volquetas me pitaban insistentemente como para asustarme.
Yo no les hice caso pues no quería perder de vista la camioneta gris de papá.
Había
llovido la noche anterior y los carros que pasaban a mi lado o los que yo
adelantaba, me salpican con agua pantanosa. No me importó, corrí y corrí como
cuando en la finca perseguía liebres.
No
supe cómo, ni cuál fue el momento en que no vi más la camioneta gris de Mi
Amor, pero seguí corriendo aun más, para darle alcance.
Al
mirar a los lados de la avenida buscando ver la camioneta, vi que mucha gente
me miraba, unos tapándose la cara, otros
me gritaban. Algunos carros se orillaban, otros frenaban a mi paso, pero yo
seguí corriendo.
Al
rato me sentí muy cansado y quise buscar
agua para beber, pues de otra forma no podría seguir tras de la camioneta de Carlos.
Antes
de que me subiera al andén para buscar agua, sentí que un carro hizo chirriar
sus frenos muy cerca de mí. Por poco me atropella y el chofer me grito una
sarta de insultos.
Asustado
me escondí tras los arboles de un parque. Esperé un poco, me tranquilicé y
luego escuché el agua de una fuente y fui hasta allí para saciarme.
Me
acosté sobre la grama fresca lo que para mí debió ser un momento; pero sin duda
no fue así pues cuando desperté ya estaba anocheciendo. Se estaban encendiendo
las luces en los postes del parque y en las de las ventanas de los edificio
vecinos.
Caminé
un poco, me sacudí las hierbas secas que tenía adheridas, hice memoria de lo
que había ocurrido. Fui hasta la avenida para buscar mi camioneta gris, pero
las luces de los carros me impedían ver sus colores y también sus formas.
Percibí
muchos olores; tantos que me sentí mareado. Reconocí el de los carros, algunos
perfumes conocidos de flores y sobre todo en las esquinas y en los rincones de
las calles, algunos olores inquietantes.
Seguí
caminando. Miraba a las personas que pasaban en todas direcciones. Casi todas
me eludían. Yo eludí a sus mascotas,
aunque de lejos interrogaba sus posibles intensiones.
Más
tarde, en unas bolsas dejadas en una esquina por la que pasé, sentí ese olor
que tanto me gusta: Pan, carnes con salsas y galletas.
Recordé
que Amalia me tenía prohibido comer de esas cosas, pues decía que a mí eso me
hace daño. No estaba conmigo Enrique que era el único que a escondidas me
pasaba debajo de la mesa algún pedazo de su pizza o de su hamburguesa. Sentí deseos de escarbar en aquellas bolsas,
pero recordé a Mi Vida y seguí de largo.
Creo
que caminé toda la noche. A veces trotaba un poco hasta la siguiente esquina
para ver si encontraba algún lugar que me fuese conocido. Buscaba las calles
más iluminadas, y de allí me hacían ir los insultos y a veces las piedras y
palos que gente loca me arrojaba. Si me iba por las calles oscuras y por los
callejones, los ladridos de perros guardianes o perros callejeros me hacían
correr para escapar de sus mordiscos.
Cuando
no hubo más carros en las calles y toda la gente se recogió en sus casas, fui
despacio por un andén junto a casas con antejardines. De pronto me llegaron
olores conocidos mezclados con otros que no sabía precisar. Olía nuevamente a
comida deliciosa y prohibida, a cobija vieja y calientita, a orines que marcan
territorio, a la respiración de quien duerme con la boca abierta. No pude
resistirme, me acerqué.
Alguien
dormía allí acurrucado en el rincón. Protegía entre sus piernas la bolsa de
donde salían los olores que me hacen daño. En el rincón dejaba libre un canto
de su cobija vieja y calientica. Recordé mi tapete en el cuarto de Enrique. Di
como siempre unas tres vueltas sobre la cobija y me eché pegadito al cuerpo caliente
de quien ya dormía y junto a él, también yo me dormí.
Soñé
que Mi Amor y Mi Vida me acariciaban la cabeza.
Abrí
los ojos para agradecerles, y vi que era un hombre desconocido para mí, viejo,
barbudo y sonriente.
Bajé
con cuidado la cabeza pero seguí mirándolo mientras me preparaba para emprender
carrera. Sin duda era la persona junto a la que había dormido, pues vi que
tenía en su mano, la bolsa de los olores prohibidos.
Quise
escapar pero él me agarró fuerte, pero cariñosamente, y volvió a acariciarme la
cabeza.
Sin
soltarme para que no escapara, abrió la bolsa y me ofreció un pedazo de pizza
irresistible.
Yo
volteé la cabeza para otro lado recordando a Amalia y al mirarlo vi en sus ojos
la complicidad de Enrique.
Entonces
sin dejar de mirarlo agarré con cuidado el trozo que me estaba ofreciendo y sin
pensarlo dos veces lo devoré.
Luego
ya más confiado me apoyé en mis patas, sacudí la modorra de la noche, y en
señal de agradecimiento le lamí la mano y la peluda cara, le meneé mi cola y él
se carcajeó.
León
M.N. Julio de 2013.
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