EL ALMA DEL FANTASMA NEGRO
La noche se abalanzó con depredadora eficacia sobre la jungla de Elwher. Inmerso en una oscuridad casi impenetrable Moonglum apenas podía apreciar detalle alguno de la alfombra de hierba enfermiza y humus descompuesto que pisaba. Pero el guerrero pelirrojo no necesitaba mucha luz: le bastaba con oír la respiración de su presa, unos pies más adelante.Avanzaba con cautela, atento a todo cuanto le rodeaba. Llevó una mano a su carcaj mientras con la otra preparaba el arco. Rebuscó entre los extremos emplumados de las flechas. Al hallar la que buscaba esbozó una sonrisa. No se olvidó de murmurar una letanía en agradecimiento a Katakal.
Ante Moonglum se abría un pequeño claro en cuyo centro reposaba su objetivo. Con un movimiento automático, interiorizado tras décadas de escaramuzas, preparó la flecha y estiró el tendón, lo justo para poseer una valiosa tensión inicial. Avanzó un par de pasos hasta quedar al borde de la foresta. Todo él permanecía inmerso en el coágulo de sombra, de tal manera que sólo la punta de la flecha asomaba a la claridad de las estrellas: el extremo de la saeta emitía un ligerísimo resplandor rojizo, un brillo que Moonglum no quería que resaltara en la oscuridad. Tensó un poco más el arco. Tomó aire y apuntó, estudiando con detenimiento a su presa, buscando el punto idóneo donde clavar la saeta. Para un observador poco perspicaz la bestia bien podía resumirse en una masa vermiforme: un enorme y alargado tubo de intenso y pulido negro azabache. Pero si el observador prestaba un poco más de atención podría apreciar cuatro patas saliendo del tronco. Parecían pequeñas y escuálidas en comparación con el resto de la bestia. Cada una de ellas terminaba en una especie de mano dotada de tres dedos más un espolón. Unas uñas grandes como cuchillos hacían de los dedos armas temibles; el espolón resplandecía ávido a la luz de las estrellas, un sable capaz de abrir en canal a cualquier hombre. Sobre el lomo había lo que a primera vista parecían dos largos y delgados cilindros de ébano. Pero Moonglum sabía muy bien de qué se trataban: enormes alas de seda, recogidas pero siempre dispuestas a elevar a la criatura al mínimo indicio de peligro. Los extremos del cuerpo cilíndrico eran bien diferentes. De uno de ellos surgía un penacho de plumas en forma de flecha; bajo la luz del sol emitían destellos rojizos, único detalle de color en el cuerpo del animal. En el extremo opuesto se movía una cabeza enorme. Dominaban su rostro dos los ojos negros y pequeños pero dotados de un brillo inteligente. Las fauces descomunales albergaban dos hileras de dientes amarillentos y carentes de piedad. La fiereza del rostro parecía atenuada por el cómico detalle de dos estilizados y larguísimos bigotes negros como la pez.
El dragón yacía recostado sobre la maleza, indiferente a todo cuanto le rodeaba. Sólo tenía ojos para la vaca que con meticulosa precisión estaba desmembrando. Tomaba los pedazos y los desgarraba para obtener otros menores. Cuando estos poseían un tamaño determinado los engullía de un solo bocado. Moonglum aguardó a que el animal se saciara: a más cebado menos ágil y más lentas serían sus reacciones. No estaba dentro de sus previsiones enfrentarse cuerpo a cuerpo a semejante monstruo, pero en todo caso mejor hacerlo contra un dragón abotargado, saciado después de un festín, que contra uno hambriento y ágil. Tras un rato de la vaca sólo quedó una jaula de descarnados barrotes óseos.
Esta es mi oportunidad, pensó Moonglum. Sus dedos tiraron al máximo del tendón. La punta del dardo retrocedió hacia la oscuridad mientras su brillo se intensificaba presa de la anticipación. Guiñó un ojo, hizo los últimos cálculos. Mientras lo hacía notaba cómo la excitación de los viejos tiempos, cuando recorría los Reinos Jóvenes acompañando a su amigo Elric, regresaba. Aventura, misterio, parajes exóticos y enemigos sorprendentes. Pero hacía años que había regresado a Elwher. Con su mujer e hijos, con sus vecinos de toda la vida.Gracias a las joyas y pequeños tesoros que había ido acumulando fruto de sus andanzas con el albino se pudo permitir una vida desahogada. Terrenos, cuadras, sirvientes, una amplia mansión. El retiro del guerrero. Pero los años transcurrieron y con ellos se aposentó la monotonía, incluso la desidia. Amaba a su mujer, por supuesto, pero añoraba la emoción de saber que su vida peligra. Sus hijos habían crecido y madurado: se habían vuelto independientes y deseaban un futuro muy distinto de las aventuras de su padre. No le necesitaban, ahora menos que nunca. Con los años Moonglum veía cómo se diluía la magia que en otro tiempo coloreara su vida. Por eso cuando tuvo noticias acerca de un espectro que robaba ganado, un enorme fantasma negro que sobrevolaba de noche pastos y establos, no dudó en ponerse en marcha y prometer a sus compatriotas que acabaría con el demonio. Semanas después, ya desenmascarado el culpable de los saqueos, allí estaba él, Moonglum de Elwher, dispuesto a acabar con el dragón. Y volver a paladear la aventura y la victoria.
Soltó el tendón. La flecha silbó en el aire dejando tras de sí un delicado rastro rojizo:el elemental de fuego alojado en la punta de metal meteórico disfrutaba con ese efecto. Se clavó con fuerza en el costado de la bestia. El de Elwher suponía que en esa zona debía estar oculto el corazón de la bestia, pero no estaba seguro. El animal se parecía muy poco, por no decir nada, a los dragones que dormitaban en las cavernas de Melniboné. Pero debía acabar con él: por la tranquilidad de sus vecinos, por su propio orgullo. Por su pasado. Las escamas de la coraza cedieron ante la punta de flecha, que fundía el material gracias al poder del elemental de fuego que llevaba atado. El dardo atravesó las escamas como si se tratase de un pastel. Se hundió casi hasta las plumas en la carne del monstruo, que rugió lleno de sorpresa y dolor. El animal alzó la testa buscando el origen de la flecha, pero el hombrecillo pelirrojo ya se había ocultado en lo más profundo de las sombras. Pensaba que le bastaría con sentarse allí y aguardar: suponía que la salamandra envenenaría con su fuego la materia del dragón y lo mataría en unos instantes. Pero para su sorpresa la criatura, tras emitir un nuevo bramido, desplegó las alas y alzó el vuelo. Moonglum observó con ojos incrédulos aquella huida. El elemental le debe estar devorando por dentro, abrasándole las entrañas. Y sin embargo saca fuerzas para escapar, pensó admirado el de Elwher. Incluso tan lleno de comida como está. Pero se mueve torpemente. No irá muy lejos.
En efecto, el animal batía las alas con lentitud, con más intención que resultado. Su vuelo no ganaba ni altura ni velocidad, lo que permitió a Moonglum correr por la jungla tras él sin perderlo de vista. Al cabo de un rato identificó el destino del animal: una colina cercana, una mole rocosa que despuntaba sobre el techo de árboles. Cuando estuvo ante la base del cerro comprobó que por alguna razón la jungla no había querido apoderarse de la elevación. Los últimos pasos antes de llegar a sus laderas estaban despejados: el terreno, apenas cubierto por hierba rala y de aspecto mustio, salpicado aquí y allá de arbustos raquíticos, casi parecía un erial, muy distinto a la húmeda y lujuriosa selva que le rodeaba. Moonglum notó cómo una intensa punzada de ansiedad se clavaba en su columna vertebral: si aquel lugar escondía algo de magia poco podía hacer él. Si al menor Elric o Rackhir estuvieran a su lado…
Pero se enfrentara o no a un nodo mágico, el cubil del dragón estaba allí. Había visto a la bestia introducirse en una oquedad amplia y desdentada situada a media altura de la ladera. El torpe movimiento del animal había provocado un pequeño desprendimiento de rocas (Moonglum pudo distinguir sin problema su sonido susurrante destacando entre algarabía nocturna de la jungla), del que ahora apenas quedaba una tenue nube de polvo. Ante lo inminente de su muerte el monstruo regresaba a su hogar.
Moonglum salió de la espesura y atravesó el erial hasta la colina. Mientras se acercaba notó que las laderas poseían líneas en extremo perfectas. Un par de vistazos más le sacaron de dudas: la elevación no tenía nada de natural sino que se trataba de una especie de pirámide achatada, olvidada y desmoronada por el tiempo. Aquello hizo que se intensificara su temor ante la posibilidad de encontrarse frente a un redil de magia, una magia tan poderosa como para impedir que la jungla se apoderara de las ruinas.
Un rugido lastimero y apagado surgió de la caverna. Con o sin magia, el animal moriría allí dentro. Pero él debía cerciorarse, entregar a sus vecinos la cabeza cortada. Buscó algo que le pudiera servir de tea. Bajo la tímida luz de las estrellas halló un arbusto achaparrado y reseco. Había resistido bien el ambiente miasmático de la jungla, impidiendo que su madera se corrompiera. Con la habilidad de la experiencia Moonglum tomó varias ramas y las anudó con una tira de cáñamo que extrajo de su pequeña mochila. Con la tea ya lista afianzó sus armas a cintos y correajes (amaba a su arco y su carcaj, a su katana y a su tanto, casi como si se trataran de miembros de su familia, y no quería perderlos escalando) e inició la ascensión de la ladera.
Cuando llegó a la boca de la cueva un hálito de putrefacción le golpeó las fosas nasales: ahí dentro reinaba la muerte. Hurgó en la mochila hasta encontrar la yesca y el pedernal, con los que prendió la antorcha. Con la llama en la zurda y esgrimiendo la katana en la diestra Moonglum descendió paso a paso el pasadizo hacia las entrañas de la pirámide. Las paredes legamosas y pulidas resplandecían a la danzarina luz de la tea. Desde lo más profundo del túnel provenía un sonido grave: una respiración desacompasada que a veces inspiraba con desesperación y otras con languidez. En un momento dado el sonido llenó toda la oscuridad, haciéndose casi palpable.
Un cambio en el desnivel reveló a Moonglum que el descenso había acabado. El sonido de la respiración, junto con el hedor a podredumbre, se había vuelto un ente propio, omnipresente y aterrador. Pegado a la pared alzó la antorcha en un intento de ver algo. Al elevar la llama creyó distinguir cientos de constelaciones, tenues destellos que resplandecían con todos los colores imaginables: estaba rodeado de incontables gemas, lujuriantes tesoros. Pero el pelirrojo sólo tenía ojos para una constelación en particular, una enorme y alargada sucesión de diminutos brillos acerados, con un extremo rojizo y otro marfileño: el dragón.
La bestia alzó su cabeza, acercándola a la del de Elwher. En ese preciso momento la antorcha chisporroteó, quien sabe si por algún efluvio del cubil o por el terror que emanaba el propio Moonglum. El súbito resplandor iluminó unas fauces enormes que se abrían hacia él. Maldijo su exceso de confianza y blandió la katana hacia la bestia, que respondió con un bufido. Moonglum conocía de sobra ese sonido: el dragón había tratado de escupirle con su saliva venenosa e inflamable. Pero por alguna razón al sonido no le siguió un estallido de llamas. El animal dejó de soplar y su cabeza cayó a plomo contra el suelo.
Agotado, está agotado, pensó Moonglum aliviado. La bestia agoniza tanto que no tiene fuerzas ni para lanzar su fuego. Eso, y sólo eso, me ha salvado de la muerte.
La respiración del dragón se había vuelto más pesada; el sonido agonizante parecía agarrarse a las paredes, intentando resistir y no extinguirse. En un acto más insensato que meditado Moonglum se acercó a la bestia. Tendió la antorcha hacia la cabeza del animal. Un enorme ojo marrón pestañeó con cansancio mientras estudiaba el rostro de su asesino. El bramido de la respiración se iba atenuando, ya casi inapreciable de tan leve como se había vuelto. La monstruo cabeceó sin fuerzas, como si tratara de ahuyentar al pelirrojo. Abrió un poco las fauces pero apenas pudo proferir un gañido agudo y patético. Entonces la cabeza se ladeó laxa y el ojo perdió todo brillo. Una vaharada de vapor emergió por entre los dientes para perderse en la oscuridad. El alma del fantasma negro abandonaba su hogar. El monstruo había muerto.
Todo había acabado. Moonglum notó cómo la euforia se adueñaba de él. La sonrisa regresó a su rostro justo para quedar congelada al instante siguiente: todavía se escuchaba una respiración. Barrió la negrura con la antorcha pero no pudo apreciar movimiento alguno en el corpachón del dragón. Pero el sonido de unos débiles pulmones persistía.
De improviso resonó un balido. Un balido o algo que a Moonglum le recordaba a un balido, si bien jamás había oído uno con un timbre semejante. Provenía de detrás del corpachón de la bestia. Con sumo cuidado Moonglum rodeó la mole negra e iluminó el otro lado. La antorcha iluminó una figura fantasmal tendida en el suelo, rodeada de los restos a medio digerir de la vaca y de otros animales. La cría de dragón, blanca como la nieve, devolvió a Moonglum una mirada llena de pavor. Temblaba de cabo a rabo y estaba en extremo delgada. Con una longitud no superior a la de un hombre, la cría parecía desvalida.
Moonglum se aproximó al animal. Ya lo tenía casi al alcance de la mano cuando se dio cuenta del detalle: se trataba de un albino, un engendro débil y enfermizo necesitado de cuidados especiales para sobrevivir. Esa cría era la verdadera alma del dragón, aquello por lo que saqueaba campos y arrasaba establos. El juego de relaciones se clavó en la mente de Moonglum: un patético albino dependiendo de un coloso negro; una abominación negra velando por la salud de otro engendro, éste de salud precaria y piel lechosa. Moonglum estudió aquellos ojos sesgados, de tonos carmesí y amarillos, anegados de fatalidad. Conocía aquella mirada. ¿Qué significaba este encuentro?
Se acercó un poco más al cachorro. Quizá estudiando de cerca a la cría podría adivinar porqué su mirada le oprimía el corazón de esa manera. Tendió una mano hacia la parte posterior de la cabeza del pequeño dragón dispuesto a acariciarlo, pero descubrió que su mano tenía aspecto brumoso, desdibujado. Desconcertado Moonglum comprendió que el dragón no era Whiskers: ni siquiera era un gato. El pelirrojo se sentía confuso, abotargado, desconectado. Sus ojos se cruzaron con los de la cría una vez más. En ellos chispeaba la amargura, la desesperación. Una mirada que Moonglum asociaba a su viejo amigo.
La niebla se volvía más densa. Moonglum supo que no mucho después de que se disipara volvería a enfrentar aquellos ojos tan desesperados y extraños como afables. Optó por relajarse y dejó que los Poderes hicieran su trabajo. La bruma le envolvió arrancándole de Elwher. En su mente apareció por un breve instante la figura de su mujer. Se las apañaría bien. Sabía cuidarse: lo había demostrado en numerosas ocasiones. Ahora debería volver a hacerlo una vez más. Quizá la última. Ojalá fuera la última.
Pero Jhary–a–Conel sabía que todavía quedaba mucho por hacer.
La historia se desarrollaría entre La maldición de la espada negra y Portadora de tormentas.
Si quieres leer más sobre está fantástica saga: Elric de Melniboné
Si quieres leer más sobre el autor del relato: Juan F. Valdivia
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