AUTOR: Jorge A. Garrido
Frías las gotas de lluvia que rítmicamente golpeaban por fuera el cristal, gélido el viento que se encargaba de lanzarlas con fuerza contra la ventana. Pero Lardi tan sólo tenía que cerrar los dientes sobre su mantita a cuadros rojos y blancos y tirar con suavidad hacia él para olvidar al instante cuán crudo se había vuelto el invierno. De todas formas, este gato común, de cortos pelos de color negro, no tenía que preocuparse demasiado por el tiempo que hiciese fuera, arropado en su camita junto al sofá.
En realidad, su dueña, una exitosa arquitecta, no las tenía todas consigo cuando decidió comprarla, pensando que apenas le haría caso. No era mentira que Lardi prefería cualquier lugar alto al que pudiera encaramarse, ya fuera el espaldar del sofá o la última de las estanterías de la sala, aunque, una vez probada la comodidad ofrecida por el mueble gatuno, no iba a separarse del mismo si no fuera para acudir al comedero o a la caja de arena, y retrasaría dicha marcha cuanto pudiera, todo por seguir disfrutando de tan buen momento.
Lardi se obligó a abrir los ojos, echando un vistazo hacia la puerta que daba a la salida de la vivienda. No oyó nada y, por ello, volvió a meter la cabeza bajo la manta. Sin embargo, lentamente, la sacó otra vez, atentas sus orejas a cualquier sonido alrededor. La lluvia seguía cayendo con fuerza, pero era lo único que acertaba a oír. ¿Cuánto hacía que la mujer salió de la casa? Cuando la vio marcharse aún era de día; quizá hubiese dormido entre siete u ocho horas, pues la noche era cerrada, razón por la que sintió la necesidad de abandonar su cálido lecho para sustituirlo por la áspera arena bajo sus almohadillas. No, no quiso andar esos pocos metros hacia el pequeño balconcillo, pero tuvo que reconocer que no le quedaba otra.
Veloz, no tanto como quisiera mientras el perezoso cuerpo decidió no obedecerle del todo, fue a echar un rápido pis, aunque algo le hizo detenerse a medio camino. Se había acostumbrado a la perenne y tenue luz que arrojaban tres sencillas lamparillas colocadas en puntos estratégicos del salón, y, de pronto, se apagaron. Nunca antes lo hicieron, cuando acababa de empezar el verano la primera vez que las vio.
Aún se quedó unos segundos más sobre el sitio, inmóvil mientras su buena visión se hacía a la casi completa oscuridad en la que se había sumido. Enseguida reconoció los elementos que tan bien conocía, aunque se le erizaron todos los pelos de su cuerpo cuando el primer relámpago hizo aparición. No se tenía por un gato miedica, menos aún a sus casi siete años, pero ni siquiera fue el repentino fogonazo, ni el posterior trueno, los que le sobresaltaron. Fue una alargada sombra en la pared de enfrente, estilizada y alta, hasta casi el techo. No le dio tiempo a verla con detalle, aunque creyó vislumbrar un par de finas extremidades que, quizá, salieran de lo que debía ser su cabeza.
Lardi dudó si continuar o no, esperando con ansia un nuevo relámpago que llegó tan tarde que lo que fuera que formó aquella misteriosa silueta había desaparecido. Eso lo puso aún más nervioso, pues mejor era saber de lo que se trataba y tenerlo localizado que vivir en la ignorancia sobre lo que era y dónde se encontraba.
Ahora, sintió la necesidad de correr bajo su manta, refugiarse en su camita y esperar a que apareciese la mujer para que ella hiciera reaparecer la extinta luz, para que todo volviera a la normalidad. Pero la puerta seguía anclada en el marco y ningún sonido de pasos o llaves llegaba tras ella.
Un nuevo trueno. ¿Debía huir hacia atrás? Podría hacer el esfuerzo de aguantar las ganas de orinar durante un buen rato, quizá así ganase el tiempo suficiente para ver aparecer a su dueña, aunque, ¿y si ese ser, cada vez más aterradora la sombra cuanto más pensaba en ella, le aguardaba donde creía que estaría a salvo del mismo?
Lardi se encontraba abrumado por la situación, sus dudas lo mantenían paralizado y el miedo se encargó de agitar su respiración y hacer latir su pequeño corazón a una velocidad que nunca recordó haber alcanzado. Para colmo, entre la lluvia, la tormenta y la sensación de ser observado, en su mente la posibilidad de que no fuera una sino varias las criaturas que le acechaban, su vejiga amenazaba con explotar de un momento a otro. Por un instante, sintió que nada le importaba, que prefería orinar allí mismo a tener que moverse a cualquier otro lugar donde se expusiera a un mayor peligro.
Finalmente, un fuerte sonido al frente le hizo correr en cualquier dirección, nunca habría sabido determinar hacia dónde se dirigió, aunque reconoció a su lado la figurilla de cerámica que representaba la cabeza de un caballo, situada ésta en la segunda estantería más alta de las cuatro dispuestas en la sala. Y la vio con total claridad, mientras su dueña, a un par de metros de la puerta, empapada de agua desde los pies a la cabeza, se quedó mirándolo fijamente, sorprendida del lamentable aspecto que presentaba su mascota.
Se acercó a Lardi, lo agarró entre sus brazos y le llevó hasta el pecho, donde le regaló suaves caricias a la par que le dedicaba consoladoras palabras con su melodiosa y dulce voz. Fue el momento en el que el negro gato vio pasar a lo lejos una cucaracha. Ahora sí, comprendió que a ella pertenecía la terrorífica sombra y sintió una gran vergüenza, pero poco importó en ese momento, ya que debía enfrentarse a un mayor problema, si cabía; su cuerpo se relajó y ni siquiera se dio cuenta de que la vejiga, contagiada por la paz general en su ser, dejó escapar el orín sobre su dueña.
—¡Bah! —habría pensado Lardi en su cabeza—. En pocos minutos volveré a la seguridad de mi cama y todo volverá a ser tan maravilloso como siempre.
Relato participante para la asociación www.elgatoandaluz.com
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