EL SUEÑO DE LOS MUERTOS
Escena inspirada del libro: "El sueño de los muertos" de Virginia Pérez. Capítulo: Señorío del Saldellal (Phanobia). Undécimo día antes de Letsa. Página: 76.2 (en visor Calibre) Escena donde es fulminada por un rayo una mujer que reta a Vantar y la calcina por medio de un rayo, para luego, lo sigan los hombres que buscan la luz.
El Sueño de los Muertos
Había un vagabundo, observándolo todo, desde una esquina sucia, donde los perros, sus únicos compañeros además de su soledad, se reunían para encontrarse a sí mismos, en los ojos de los otros.
Desde ese punto, lo contemplaba todo. Y, conocía a todos.
Cuando vio a esa mujer calcinada, aun humeante su cuerpo, recordó lo acaecido hacía ya mucho tiempo, cuando él, a pesar de su fama, era un idiota…
Él, tenía la mirada de un águila mirando hacia el sol, la apostura de un guerrero que ha decapitado a su enemigo, y el brazo fuerte de un rey que azota a sus bufones después de haberlo divertido. Él era; un hombre. Sus ojos no se cerraban ante la muerte de sus enemigos, ni la de sus amigos, su corazón no se aceleraba ante la amenaza de muerte, su mano nunca tembló al sostener la espada asesina que decapitó a reyes y valerosos guerreros. Su corazón furente se detuvo aquel día que, de sus manos cayó su espada para sostener la carta que hizo llorar sus ojos rebosantes de rabia; aquellas manos asesinas, invictas, ya no tenían fuerza sino para temblar. Una carta cobarde, repulsiva, en la cual su amada le confesaba estar perdidamente enamorada de otro hombre; un asqueroso campesino, un lacayo que cuidaba de sus jardines, que ahora cuidaría de su flor más bella; su amada. Carta breve, lapidaria, depravada, la negrura de la tinta era semejante a la gangrena producida por la mordedura fatal de una sierpe. Ideas elaboradas por cerebro de mujer, boca devoradora, donde inundados por aquella saliva asquerosa mueren los náufragos que han osado navegar por ese cuerpo, e instalarse en las playas de sus labios y su sexo.
LA CARTA
Cuatro meses he tenido que soportar esta soledad, con el corazón herido y loco por las insanas imágenes que se tiene de la guerra, Dios no me consuela, pues debe estar decidiendo a quien le dará la victoria, para ver qué pueblo grita con mayor fuerza su nombre. Yo, he perdido la razón, y mi único consuelo son los campos de heliotropos que con gran cuidado nuestro esclavo etíope riega y procura todos los días. El panteísmo de esta imagen me ha conquistado, y, un día, recostada sobre aquellos campos perfumados de pasión, él se acercó, y me tomó con la fuerza de una bestia, con la fuerza y la rabia con la cual tú asesinas a tus enemigos, y me sentí en un campo de batalla, el negro etíope me poseía con la rabia con que se va a la guerra, y yo, no pelee, me entregué a él, fue la rebelión de un esclavo contra su amo, yo, fui su esclava, y él me tomó para sí en aquellos campos donde tantas veces, tú y yo copulamos bajo el sol, sin pena de nuestra desnudes, y con toda la gloria de nuestros hermosos cuerpos. Él, no es tan bello como tú, pero su perfil bruto e ignorante me cautiva, su sencillez me conmueve, él, no desea la cabeza de reyes, ni los tesoros de otros reinos, no pretende otra victoria, sino la posesión de mi cuerpo.Vive para conquistar, satisface a tu rey, y trae algo más que la cabeza putrefacta de tus enemigos; trae contigo una mujer, pues yo he pecado contra ti y por eso debes olvidarme. Así lo haré yo.
El guerrero, herido de muerte, abandonó el campo de batalla; su caminar era el de un moribundo que le pide revancha a su destino, el guerrero es fuerte y no se vence, y la imagen es la de un hombre desarmado enfrentando a sol que ya se oculta en playas lejanas e ignotas. Sus hombres no lo detienen, saben que es imposible enfrentar un huracán. El guerrero, ya loco, se enfrenta al mar, y se bate con él, nadando, hasta perderse mar adentro, donde el grito de la batalla ya no se escucha, y no hay fuego que arda.
El sol sobre su rostro lo despertó, yacía acostado con la cara al cielo y la última fuerza de las olas inundándolo hasta la cintura; rugido breve el del mar, como el de un león que despierta hambriento dispuesto a devorar la carne de sus víctimas. La isla, poseía un panteísmo enigmático, no había huella humana, ningún pie había hollado tan singular tierra, ruina antiquísima, sin mancha; tierra libre. Imagen antitética de la ruina vil que era el corazón del hombre, tierra ultrajada por una mujer que ha sembrado la semilla venenosa del amor,tierra maldita donde nada vuelve a crecer, sino el recuerdo asqueroso de aquellos labios que sepultaron la voz masculina.
Exiliado en aquella soledad, el recuerdo de su amor enmoheció, y, no vivió sino para recordar a la traidora, corriendo entre los heliotropos, desnudándose sobre aquellos diminutos pétalos violetas que tantas veces fue el lecho para deleitarse en su amor. Del guerrero, no quedo sino la imagen repulsiva de un mendigo. Su desaparición y muerte fue anunciada en su tierra, el rey llevó el luto varios meses, no así su amada, quien introdujo al esclavo a la cama y vivieron como marido y mujer.
Los años se sucedieron, y el recuerdo del guerrero se olvidó, y, un día, mientras aquel olvidado observaba el crepúsculo, una nave llegó a la playa; eran piratas, los mismos contra los que alguna vez peleó, pero ya su rostro era irreconocible y lo tuvieron como un náufrago, y, esa noche, aquel náufrago relató su historia ante aquel concierto de sádicos piratas, quienes enfurecidos, impelieron al desgraciado a la venganza. Lo llevaron hasta su tierra, y le obsequiaron una filosa daga para cercenar la cabeza de tan infame monstruo.
Recorrió las calles que alguna vez celebraron sus victorias, donde el pueblo gritaba su nombre, y un camino de flores se extendía a su paso. Ahora, con el vestido de un mendigo, no era digno de las miradas, su lugar era el fango, el estercolero; era tanta la miseria de su imagen, que las personas le tiraban el pan como a un perro, y murmuraban palabras tristes acerca de él.
Cuando llegó a los jardines de su casa, sintió una repulsión asfixiante; lecho impuro, ignominioso, y corría entre las flores, arrancándolas, pulverizándolas entre sus fuertes manos.Clodette, su amada, la mujer infiel, quien lo observaba desde dentro, salió para echar al loco que destruía sus jardines: “Sal de aquí, viejo repulsivo”, le decía la mujer, entonces él la miró, y tembló, y cayó de rodillas sobre aquellas flores muertas. “Sal de mis jardines”, le gritaba Clodette, y él, la miraba acercarse. Sacó de entre sus míseras ropas la daga rutilante, y la empuñó en dirección hacia ella, y la mujer se detuvo, paralizada del miedo.
Clodette era bella, tan bella como sus más arcaicos recuerdos, tan bella como aquel primer beso, como aquel primer intercambio de cuerpos, su belleza le parecía virginal, encantadora, inocente; le fue imposible violentar tan bella imagen.
Había perdido todo, incluso el valor de asesinar a sus enemigos; el amor lo había vuelto débil, y por ese amor había perdonado a la mujer que fue su miseria, pero, no pudiéndose perdonar él, volvió la daga contra sí mismo, y perforó su pecho, cortando aquella entraña miserable que es el corazón. La mujer ahogó un grito entre sus manos, y volvió corriendo hasta su casa, sin mirar atrás. Él, débil por la herida, logró caminar hasta el mar, la única libertad que conocía; y allí, encontró aun el barco que lo había llevado hasta su venganza. Cayó sobre la blanca arena, que volvió tinta en sangre; y, no supo más.
Cuando abrió los ojos, no vio, sino el azul del cielo, extenderse infinitamente.
Los piratas habían salvado su débil corazón, con el único propósito de arrojarle al mar, para ser tragado por él, para ser purificado por él, porque, ese es nuestro origen; vuelta a lo primitivo, vuelta al valor, a lo principal. Solo así, sería, un Hombre.
Y así fue hecho. El guerrero fue arrojado al mar, y los piratas lo contemplaron perderse en las grandes olas.
El guerrero sobrevivió. Nadó, con mayor fuerza que al blandir una espada. La marea y el viento lo arrastraron hasta nuevas playas, donde descansó y, se fortaleció aún más.
No tardó en darse cuenta de su extravío, y por lo tanto, la necesidad de encontrarse. Y partió de aquellas playas, sobre una balsa hecha con sus propias manos. Y, recorrió el mundo, como nunca antes lo había recorrido, es decir, en soledad. Perdió la noción del tiempo, y el tiempo, no fue, sino de él.
Conquistó el mundo; se conquistó así mismo. Tuvo la experiencia del horror de la vida en todas las tierras que hollaron sus pies; y el dolor y la soledad lo hicieron fuerte.
Volvió ya anciano, a la tierra de su ignominia; tierra vil, y, repulsiva. Y allí, encontró a aquella mujer, por la cual había atentado contra su vida, hiriendo su corazón. Pero ya el recuerdo, no era sino nada, menos que nada. Supo más tarde que la mujer había hecho de su vida una miseria; aquel hombre, por el cual había cambiado al guerrero, le robó todo y, la condujo a la prostitución, a la violencia, a los vicios.
El vagabundo la observaba, como se observa un punto en ninguna parte; su corazón, había sido conquistado por su cerebro. Ya era más que un hombre.
Observaba la vida diaria, lo que todos llamaban vida, él no contemplaba sino la muerte. Él pasaba el tiempo en las calles, contemplando aquella miseria de vida, y reía, sabiendo que él, no pertenecía a ella. Él, no seguía a nadie y a nada, sino a sí mismo. Era único.
Cuando vio a aquella mujer despreciable, fulminada por el rayo, esbozó una sonrisa. No se regocijó por un sentimiento de venganza, sino por lo ridículo de aquella muerte.
El vagabundo se levantó del suelo, y marchó en dirección contraria del séquito de hombres que se decidieron a acompañar a aquel que había traído el rayo asesino.
El Hombre, no le temía a la muerte. No temía a nadie, ni a nada.
Y se alejó de todos. Y se fue lejos, envuelto en un manto de soledad, seguido de sus perros fieles.
Y el Hombre, desapareció de las páginas de la historia.
Escrito por: Jorge Armando Pérez Torres (México)
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